Juan Gracia Armendáriz: entrevista
Cercanía en Madrid
La
biografía de Juan Gracia Armendáriz (Pamplona, 1965) aloja un vasto haz de
logros, experiencias y luchas vitales. Escritor, periodista, exprofesor
universitario, lector, músico a ratos… Muchos zapatos lo calzan, aunque la
literatura sea, probablemente, la piedra presente en todos ellos. Entre otros
géneros, ha cultivado la narración breve en Cuentos
de la frontera, Queridos desconocidos y Cuentos
del Jíbaro. Las novelas La línea Plimsoll,
Diario de un hombre pálido y Piel roja componen la Trilogía de la enfermedad. La Pecera, su última obra (2015), sumerge
al lector en el veraz infierno de un alcohólico.
El encuentro se produce en la plaza Mayor de Madrid, donde buscamos
refugio —hace frío— y algo que tomar en uno de sus bares. Habituada a la
penumbra holandesa, me choca la recia iluminación interior de las tabernas
patrias: no hay dónde esconderse bajo esta luz potente, como de cocina de casa.
Me pregunto si esa claridad favorece, inconscientemente, una comunicación más
directa o natural, si impulsa a que uno muestre lo que lleva encima sin ocultar
parches ni lamparones.
Así quedaron preguntas y respuestas:
Política: cómo lo lleva el siglo XXI
Parece que hemos entrado con el pie cambiado. Sin embargo, decir que
vivimos tiempos convulsos me parece una melonada… ¿Cuándo no lo han sido? A
pesar de los problemas evidentes que existen en España y del regreso de los
fantasmas del populismo de extrema derecha e izquierda en Europa, este
continente lleno de cicatrices es el mejor lugar del planeta. De esto no tengo la
menor duda. Pero ojo: este invernadero lo abonan millones de cadáveres. Soy
europeísta sin olvidar todos los sacrificios que han costado las conquistas
sociales y democráticas de las que gozamos. Pero es un estado muy frágil;
debemos cuidarlo; todo puede cambiar en un día. Hacen falta pocos ingredientes
para desatar el desastre: una crisis económica, el descrédito de la clase
política, un mesías… En todo caso, debo ser sincero: no soy optimista. La Historia
no me lo permite… ¿Cómo íbamos a sospechar, por ejemplo, que regresaríamos a los
años de la amenaza nuclear? Por la misma razón descreo de las utopías, tanto de
las neoliberales como de las antisistema. ¿Equidistante?, no: realista.
La columna de opinión. ¿Baluarte o centro receptor de ataques?
Ambas cosas. Me encantaría escribir solamente de lo que me gusta:
literatura, arte, cine, música…, pero cuando comencé a escribir mi columna en el
Diario de Navarra, ETA mataba policías, políticos, guardias civiles, militares…
Y periodistas. No todos los escritores, ni mucho menos, estaban por la labor de
defender los derechos humanos más elementales. Por miedo, por indiferencia, por
conveniencia, por parentesco ideológico… Recibí más de una coz. Desde el principio,
me propuse utilizar la columna para denunciar lo que estaba pasando. Y fui fiel
a ese compromiso. Así que en estos años he hecho muchos amigos…Y muchos
enemigos. Pago gustoso la factura que algunos, en mi tierra, me pasan en forma
de desprecio o de absoluto desdén hacia mis libros. A veces, me doy respiros y
un día escribo de lo que me gusta o practico una modalidad breve de la crítica
literaria. También hay días en que me levanto sin opiniones. Y eso, aunque es
muy higiénico, para cualquier columnista es un poco aterrador. En esos casos el
oficio me salva el compromiso.
Pamplona
Es bonita y un poco hosca, como una diva del cine mudo. Voy con
frecuencia a la casa materna, que está en pleno campo: de la Gran Vía a un
bosque de robles centenarios. Allí me remanso, respiro un oxígeno demasiado
puro y veo a los amigos. Pero me costaría mucho acostumbrarme a la oscura
mansedumbre de la ciudad. Por otro lado, el cuatripartito que gobierna ahora Navarra,
con alcalde de Bildu incluido, ha enrarecido el ambiente social. El oxígeno se
vuelve niebla. Pasados unos días regreso sin aprensiones al monóxido de
carbono.
México
México
fue para mí un rito iniciático. Leí El
bandido adolescente de Sender, porque pensé que nos íbamos al salvaje Oeste…
Y algo de eso había. En 1982 México no era destino turístico y los únicos
españoles que había allí eran hombres solitarios en busca de trabajo o
exiliados republicanos… ¡Hablaban como si no hubiera salido de Aragón o
Cataluña! Sin rastro de acento mexicano. Algunos de ellos o sus hijos eran a
quienes había que acudir si tenías algún problema. De hecho, uno de ellos nos
sacó a un amigo y a mí del patio de una cárcel que parecía salida de un spaguetti western. Nuestra furgoneta
chocó con un “escarabajo” Volkswagen. Llevábamos el equipo de un concierto que
habíamos dado la noche anterior en una fiesta, y tras el accidente nos rodeó
una multitud poco amistosa: éramos dos güeritos en medio de una barriada
marginal. La policía decidió que la culpa era nuestra. Era domingo y todos los
presos estaban borrachos y cantaban el Rock
de la cárcel. Llegó “el padrino” de la colonia española y nos sacó de allí
sin cargos ni denuncias. Fue delirante.
El rito
iniciático al que me refería tiene que ver con el sexo, las drogas y el rock and roll pasados por el tamiz de
los años setenta. Mientras aquí escuchábamos a Joy Division allí sonaba Jimmy
Hendrix. Leí a Marx, Bakunin, a los autores de la Escuela de Frankfurt… Fue un
regreso al pasado lleno de descubrimientos. México amplió mi horizonte vital e
intelectual. Además, guardo amigos que son auténticos tesoros de juventud y
madurez. Skype es mi aliado. Hemos envejecido a través de la cámara del
ordenador. Después de veinte años regresé, como Ulises. Y fue un reencuentro
inolvidable.
Madrid
Dejé a la que era mi novia, acabé la carrera y me vine a Madrid. Era
el año 1989. Aquí respiré la libertad del anonimato; también la desazón por
encontrar un sustento. Recordemos que la tasa de desempleo entre los menores de
25 años era del 31%. Fueron años de pelea y de ir a salto de mata: elaboración
de índices onomásticos y de conceptos para una editorial; algún premio
literario, una beca, colaboraciones
esporádicas y mal pagadas… Pasé por la redacción de El Mundo en jornadas de
trabajo maratonianas. Fue el año de Puerto Hurraco y del exorcismo de Almansa, que me tocó cubrir. Estudié un postgrado en
Filosofía del Arte y luego me doctoré en Ciencias de la Información. Fui
profesor en la Universidad Complutense. Aquí publiqué mis primeros libros: un
poemario, una colección de microrrelatos… Fue en 1994. También hubo tiempo para
la juerga en un delirante piso de Lavapiés, que compartí con mi amigo el
escritor Ismael Grasa; luego en Vallecas, Argüelles… En Madrid vive mi hija,
que es como decir aquí es donde debo y quiero estar. Es una ciudad jovial y un
poco salvaje. Me gusta Madrid.
Redes sociales
Un entretenimiento que permite detectar afinidades electivas, que no
es poco. Lo peor: el ruido, las discusiones que no sirven para nada y la
cantidad de tiempo que puede llegar a perderse en ese laberinto de egos y gatos
entecos, donde se intercambian corazoncitos y pulgares alzados como los cromos
en el patio del colegio. En realidad, las redes han cambiado nuestro modo de
relacionarnos y también el concepto de identidad, pero no quiero ponerme estupendo.
Estar enfermo
Si hablamos de una enfermedad grave y crónica, no de una gripe, es un
peso enorme. La primera pregunta que uno se hace: ¿Y por qué a mí? La
respuesta: ¿Y por qué no? En mi caso es una pelea constante con mis propios
límites. Cuando publico un libro, por ejemplo, debo limitar los viajes y
presentaciones. No doy para más y me cuesta acostumbrarme a dosificar energías
pero la realidad está para ser comprendida y aceptada, de otro modo se acaba en
el gabinete de un psiquiatra.
Lo que (casi) siempre está de menos
La educación. No sólo la educación cotidiana a la que se refería Joyce
en Dublineses, y que es una papelina
que nos separa de la barbarie, sino también una educación humanística sólida.
De otro modo, la generación de mi hija está abocada a ser un rebaño de tristes
tecnólogos, personas desprotegidas, maleables, carne de cañón de las cárceles
ideológicas o de la manipulación publicitaria. Está de menos la mesura, el
respeto, cuidar el lenguaje hablado y escrito… Vivimos en un país estupendo
pero nos falta cultura, respeto y honradez.
Lo que (casi) siempre está de más
La respuesta sencilla sería decir políticos corruptos. Pero esa gente
no son extraterrestres sino una muestra alícuota de todos nosotros. Cobramos en
metálico y luego nos quejamos de ellos. ¡Pero si actuamos igual! Está de más el
ruido, el hablar a voces, la chapuza, la picaresca, la violencia contra los más
débiles: mujeres, niños, inmigrantes, marginados… Está de más el profundo
sentido autodestructivo que tenemos los españoles. No sabemos discrepar sin
sacar el garrote o insultar. Están de más los nacionalismos embrutecidos y
embrutecedores… Y la nostalgia de pasados sangrientos y futuros que prometen
más baños de sangre.
Un temor y un deseo confesables
El temor no lo voy a decir porque creo a pie juntillas en el poder
performativo del lenguaje. El deseo no es inconfesable: vivir en paz conmigo
mismo y con los demás. Una tarea para toda una vida. Estoy en ello.
La vida ideal
Si es ideal es irrealizable, así que me conformo con la que llevo. Ahora
bien, si me dieran un deseo, no dudaría en qué pediría: la salud de esa gente
que nunca ha pisado la consulta de un médico. Para mí son como si no hubieran
ido nunca a la peluquería. Me hubiese gustado ser un aventurero, un explorador,
algo así, pero me ha tocado pelear con una mano atada a la espalda.
La muerte ideal
La de Unamuno: sentado a la mesa con unos amigos después de comer;
apoyar la barbilla en el pecho y no despertar. Las agonías, como las
despedidas, cortas. Eso sí, me gustaría ser consciente de ese instante, como
cuando Lev Tolstói dijo en su lecho de muerte: «Ahora no sé qué tengo que
hacer…». Siempre me ha hecho gracia esa frase agónica, parece un chiste
absurdo.
La compañía ideal
Mi pareja, mi hija, mis amigos, todos alrededor de una buena mesa y el
mar detrás.
Qué quedó de Umbral
Un cadáver de casi dos metros que escribió decenas de miles de
artículos y más de cien libros. Si se reuniera toda su obra obtendríamos un
gigantesco fresco de la España de la segunda mitad del siglo XX. Ignoro qué le
depara la historia de la literatura pero entre su obra literaria y periodística
hay auténticas joyas, y no me refiero únicamente a Mortal y rosa. Hoy es difícil explicar la influencia que tuvieron
sus artículos en los doce años que estuvo en El País, por ejemplo. Y estamos hablando
de alguien que no fue un analista político, ni mucho menos, sino un intuitivo
que sacrificaba una idea para expresarla en un endecasílabo, en un artefacto
verbal persuasivo. Un trabajador incansable de la palabra que prefería la
belleza a la verdad.
El futuro
Terminar un libro de relatos ya muy avanzado; esperar la publicación
de mi próxima novela, que está contratada para 2018 en una excelente editorial;
ver crecer a mi hija, acompañar a mi pareja, no perder contacto con la
naturaleza y tocar mal un blues con
mi guitarra. Es decir, seguir haciendo lo que ahora hago.
Dónde cree Juan Gracia Armendáriz que está hoy Juan
Gracia Armendáriz
Aunque
me siento joven vivo un momento interesante: ese en el que cobras conciencia de
que debes ser selectivo porque ya no hay tiempo que perder. A los dieciocho
años piensas «¡Leeré muchos libros!»; ahora te preguntas «¿Cuántos libros
buenos tendré tiempo de leer?». Ocurre también con la escritura, con los
viajes… Hay sitios a donde ya nunca iré pero no siento amargura. Y libros que
ya no escribiré. Bueno, ¿y qué? Me preocupa más esta disyuntiva vital: ser un
viejo apacible o un cascarrabias. Creo que si consigo lo primero escribiré mi
mejor libro.
* Esta entrevista fue publicada el pasado mes de enero en la revista Vísperas.
Comentarios