M. Rodoreda: La plaza del Diamante
Edhasa.
Traducción de Enrique Sordo.
Mucho
se ha escrito ya sobre esta novela —publicada en 1962—, una de las más
celebradas de Rodoreda. No soy experta en la autora ni en su obra. Pretender
añadir algo nuevo sería empeño vano por mi parte. Evocando su escritura, la
autora afirmó:
«La escribí febrilmente, como si cada
día de trabajo fuera el último de mi vida. Trabajaba cegada; corregía por la
tarde lo que había escrito por la mañana, procurando que, a pesar de las prisas
con que escribía, el caballo no se me desbocara, aguantando bien las riendas
para que no se desviara del camino. [...] Fue una época de una gran tensión
nerviosa, que me dejó medio enferma».[1]
Desde
la voz de Natalia, huérfana de madre y con su padre casado con otra (sic), Rodoreda retrata a un puñado de seres humanos y sus
circunstancias en la Barcelona de preguerra, guerra y posguerra. Un mundo de penurias, desigualdades, maldades e inocencias en el que la suerte va cayendo sin que se sepa qué traerá. El tiempo nos transforma de modos enredados, y eso lo describe Rodoreda magníficamente, sin moralina y sin enjuiciar.
«…me
subió desde adentro un chorro de pena caliente y se me atravesó en la garganta». «Y
aquel día, para cenar, comimos entre los tres una sardina y un tomate
enmohecido».
En la vida
de Rodoreda no faltó lo terrible. Nos dejó esta novela hermosa, trágica, verdadera.
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