M. Beard: Mujeres y poder
Mary Beard: Mujeres y poder.
Editorial
Crítica. Traducción de Silvia Furió.
Mary Beard (1955). Catedrática de Clásicas en la Universidad de Cambridge, editora en The Times Literary Supplement y reconocida y popular divulgadora de la tradición grecolatina. Es miembro de la Academia Británica y de la Academia Americana de Artes y Ciencias. En España, recibió el Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales en 2016.
Como muchas
otras mujeres que se expresan e intervienen en el ámbito público, Beard ha sido
blanco de ataques nada apacibles por compartir conocimientos o expresar su
opinión: desde insultos a sus órganos sexuales hasta amenazas graves como «la
violación, el bombardeo y el asesinato». En su mayor parte, las agresiones proceden
de individuos de sexo masculino. Consciente o inconscientemente, persiguen un viejo
objetivo: desprestigiar y hacer callar a las mujeres.
Del origen y
mecanismos de este afán silenciador respecto a las mujeres —y de sus manifestaciones
antiguas y actuales— habla Mary Beard en Mujeres
y poder. El texto recoge dos conferencias pronunciadas por la autora en
2014 y 2017 (‘La voz pública de las mujeres’ y ‘Mujeres en el ejercicio del
poder’), un prefacio, un epílogo, bibliografía extensa e imágenes varias.
Punto número
1: «En lo relativo a silenciar a las mujeres, la cultura occidental lleva miles
de años de práctica». Al inicio de la Odisea,
en una escena de hace casi tres mil años, encontramos el primer testimonio: Telémaco
manda callar a su madre Penélope cuando esta pide a un aedo un tema más alegre.
«Vete adentro de la casa y ocúpate de tus labores propias… El relato estará al
cuidado de los hombres», dice Telémaco. Y Penélope obedece.
Punto número
2: «Si hay algo que une a las mujeres de los más diversos antecedentes y
procedencias es la experiencia clásica de la intervención fallida». Adaptada a
tiempos modernos y en versión educada, se trata de la conocida cuestión de la señorita Triggs: «Es una
excelente propuesta, señorita Triggs. Quizás alguno de los hombres aquí
presentes quiera hacerla». Traducida a versión ruda escucharíamos: pedazo de imbécil,
cara de ajo, cualquier cosa que digas nos importa una mierda.
«A ninguno de
nosotros le gustaría vivir en un mundo grecorromano», afirma Beard. Y sin
embargo, de ese mundo hemos heredado un «poderoso patrón de pensamiento» que
afecta y rige aún nuestras esferas de convivencia, incluida la relativa a la
relación entre género y discurso público.
Controlar la
voz pública (y alejar de ella a las mujeres) era tarea de varones. Constituía,
de hecho, uno de sus principales atributos de virilidad. Las mujeres del mundo
clásico solo estaban autorizadas a expresarse públicamente en dos situaciones,
explica Beard: a) en condición de víctimas y mártires (Mesia, Afrania, Lucrecia,
Filomena); b) para defender a sus hijos, sus hogares, a sus maridos o los
intereses de otras mujeres (Hortensia).
Con extrema frecuencia,
a lo largo de la historia, las mujeres que desafían esta norma de invisibilidad
pública «son tratadas como especímenes andróginos» (Isabel I de Inglaterra) o como
niñas infantilizadas, dedicadas a balbucir, lloriquear y gimotear. «Se da el
caso de que cuando los oyentes escuchan una voz femenina, no perciben connotación
alguna de autoridad o más bien no han aprendido a oír autoridad en ella; no
oyen mythos».
Las estrategias
encaminadas a desprestigiar la voz de las mujeres poco tienen que ver, a
menudo, con el contenido de lo que dicen: son criticadas por el mero hecho de
expresarse. Constata la autora que «una de las cantinelas que más se repite es
la de “¡Cállate, puta!”». Agravios que, lógica pero paradójicamente, se
recomienda ignorar, dejando así que «los matones ocupen el juego sin oposición
alguna».
Llegamos
aquí al punto número 3 de estos ensayos: para facilitar el cambio, debemos
reflexionar «sobre lo que entendemos por voz
de autoridad y cómo hemos llegado a crearla». Nuestro modelo cultural al
respecto sigue siendo eminentemente masculino. El estereotipo es tan fuerte,
dice Beard, «que, aun como fantasía o ensueño, me resulta difícil imaginarme, a
mí misma o a alguien como yo, en mi papel».
Excepto
cuando se asemejan a un hombre o adoptan sus formas (pensemos en Margaret Thatcher,
pero también en los pantalones de Angela Merkel o Hillary Clinton), carecemos de
modelos de mujeres poderosas. En el mundo clásico, desde Clitemnestra hasta el
mito de las amazonas y de Medusa, el desastre se avecina cuando las mujeres
ejercen la autoridad. El deber de los hombres siempre fue, precisamente, evitar
ese desastre, «salvar a la civilización del gobierno de las mujeres».
La autora no
ofrece al respecto soluciones inmediatas ni demasiado diáfanas. Es honesta: no
las tiene. (¿Quién las tiene?). Propone analizar «las fallas y fracturas que
subyacen en el discurso dominante», «comprender mejor cómo hemos aprendido a
pensar de la manera en que lo hacemos». Y propone igualmente redefinir el
poder. Si la conquista del ámbito público lleva a las mujeres únicamente a
reproducir modelos masculinos, ¿para qué queremos mujeres en los parlamentos?
Por otra parte, algo va o se entiende mal cuando asuntos como la igualdad, la
infancia o la violencia doméstica se consideran temas de mujeres. No nos lo
podemos permitir, no es el camino a seguir.
Estas reflexiones
se vuelven cada día más urgentes. En todas partes crecen, y tendrán que escucharse,
multitud de denuncias y argumentos que apuntan en una dirección: el viejo y
profundo sustrato que nos sostiene debe cambiar. «¿Por qué se ha hecho
tan popular la expresión mansplaining?
Para nosotras apunta directamente a lo que se siente cuando a uno no se le toma en serio: un poco como cuando me dan
lecciones de historia de Roma en Twitter».
La ley del
más fuerte o autorizado hay que subvertirla. La sociedad no puede prescindir
del conocimiento y labor de las mujeres, de su existencia digna. La llegada de
la cualidad de persona, ¿cuándo tendrá
lugar? ¿Sobre qué equilibrios? ¿Cómo la protegeremos? Nada está garantizado, y
menos lo nuevo, lo revolucionario, lo que carece de tradición, lo que no
interesa a una gran parte de la humanidad.
«La
reprimenda que Telémaco lanza a su madre Penélope cuando esta se atreve a abrir
la boca en público es un acto que todavía hoy, en el siglo XXI, se repite con
demasiada frecuencia», concluye Beard.
Nos
preguntamos qué va a pasar con todo esto, si no ha sido ya mil veces dicho. Hasta
cuándo seguir insistiendo, reivindicando, esperando.
* Esta reseña fue publicada la primera semana de septiembre en las revistas Estado Crítico y Las Críticas.
* Esta reseña fue publicada la primera semana de septiembre en las revistas Estado Crítico y Las Críticas.
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