H. G. Navarro: Los últimos percances & El pez volador
Hipólito G. Navarro: Los
últimos percances & El pez
volador.
Seix Barral y
Páginas de Espuma (edición de Javier Sáez de Ibarra), respectivamente.
¿Empiezo con un
párrafo que contenga meramente preguntas en homenaje a uno de los grandes cuentos de estos volúmenes, ese que lleva por título "¿El tren para Irún, por favor?"? ¿No
supondrá una imitación exangüe y descolorida? ¿No terminaré multiplicando el primer interrogante por equis o zeta (evitando el 1 y el 0) y convirtiéndolo en
una ristra excesiva de preguntas? ¿Suena lúcido decir «leyendo estos
relatos no me como las uñas sino las venas»? ¿A quién le importa qué es un
libro o lo que quiere decir? ¿Un libro es lo que parece? ¿Un libro es lo que significa? ¿Un libro es, lo parece, o sólo significa?
Bien. Comencemos de
una vez, seamos serios. Reconozcamos que nunca sabemos cómo decir lo que
queremos decir, que este segundo párrafo también se inicia en blanco y el
blanco nos lleva palabra a palabra al punto final que no es final sino
flotante. Muerte: hundimiento del punto flotante. De momento: punto y seguido.
Mientras tanto, atragantada de venas, avanzo en estas obras a 25 inusuales
grados septiémbrados, a pesar de los cuales reconcentro el gesto y encojo la espalda, sacudo los hombros y me echo encima una rebeca, pues siento escalofríos,
intensos, muchos, varios por cuento.
El humor sostiene risas y penas y a su vez las penas nos hacen de perchero: qué pocos libros habría y qué sería de nosotros sin ellos/ellas. Y así, montada en la sorpresa y el humor, me invade un regusto a risa lejana, a nostalgia de un sur siempre vivido a cuentagotas: cada año un poco, un año, y otro año, y luego otro año, hasta que… hasta el hundimiento del punto flotante que indudablemente llega y se acabó, pum, todo acaba y se acabó.
Los relatos de G. Navarro no son un lindo escaparate de trucos de escritura. Desde su autenticidad iconoclasta atentan, a bocajarro, contra el régimen convencional. «¿Qué podemos decir de algo si no deja de moverse y transformarse? ¿Qué conocemos en realidad? Algo trágico nos circunda; ahora bien, ¿cabe alguna solución?», se pregunta Sáez de Ibarra en la introducción a El pez volador. Cuentos que requieren un lector crítico y atento, dispuesto a atrapar ese «pez volador» que, en su impredecible salto, acaricia por un instante los pelillos del pecho, la nariz o el entrecejo. Los pelillos del alma, si esta se enjabonara, igual que el cuerpo, en la bañera.
El humor sostiene risas y penas y a su vez las penas nos hacen de perchero: qué pocos libros habría y qué sería de nosotros sin ellos/ellas. Y así, montada en la sorpresa y el humor, me invade un regusto a risa lejana, a nostalgia de un sur siempre vivido a cuentagotas: cada año un poco, un año, y otro año, y luego otro año, hasta que… hasta el hundimiento del punto flotante que indudablemente llega y se acabó, pum, todo acaba y se acabó.
Los relatos de G. Navarro no son un lindo escaparate de trucos de escritura. Desde su autenticidad iconoclasta atentan, a bocajarro, contra el régimen convencional. «¿Qué podemos decir de algo si no deja de moverse y transformarse? ¿Qué conocemos en realidad? Algo trágico nos circunda; ahora bien, ¿cabe alguna solución?», se pregunta Sáez de Ibarra en la introducción a El pez volador. Cuentos que requieren un lector crítico y atento, dispuesto a atrapar ese «pez volador» que, en su impredecible salto, acaricia por un instante los pelillos del pecho, la nariz o el entrecejo. Los pelillos del alma, si esta se enjabonara, igual que el cuerpo, en la bañera.
Termino. Antes decíamos venas. Con
ellas, por la noche, añadiendo tomate y carne picada, se prepara el avío. Acábense pronto los espaguetis, niños, que su madre quiere seguir leyendo.
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